
Tal y como resume Echeverría al referirse a esta propiedad diferencial, “frente al mecanicismo de la era moderna”, hoy prima el informacionismo.
Esto no solo conlleva un aumento cuantitativo de datos procedentes del tercer entorno, sino también un cambio de perspectiva con respecto a E1 y E2: todo lo material se mide en cierto modo por su cantidad de información.
Aunque no existe un consenso para denominar a esta nueva sociedad surgida del informacionismo al que se refiere Echeverría, y dado que entendemos necesario tanto integrar como diferenciar información de conocimiento, nos referiremos a ella como Sociedad de la información y el conocimiento.
Cada uno de los términos que usamos en esta denominación los relacionamos a su vez con cada uno de los tres entornos de la humanidad: el conocimiento, en la mayoría de sus acepciones, está referido a la capacidad cognitiva individual, y por tanto lo vinculamos con el primer entorno; por su parte, la información se puede considerar un todo resultante de la suma de las distintas experiencias y aportaciones individuales, las cuales fluyen de manera especialmente eficiente a través del tercer entorno; y por último queremos destacar la vinculación que establecemos entre la sociedad y el segundo entorno.
Según la RAE una sociedad es, entre otras cosas, una “agrupación natural o pactada de personas, que constituyen una unidad distinta de cada uno de sus individuos, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todo o alguno de los fines de la vida”. Pues bien, esta definición, hasta hace muy poco, podría confundirse con la de ciudad.
Si bien la interrelación progresiva de las distintas sociedades e individuos ha propiciado un tipo de sociedad que trasciende cualquier concepción urbana, también es cierto que las ciudades siguen siendo el espacio físico por excelencia para el desenvolvimiento y desarrollo de
dicha sociedad. Además entendemos que en la medida en que cambie la ciudad actual, será coherente seguir utilizando el término sociedad para referirnos al conjunto de la población mundial.
En este sentido cabe subrayar lo que Françoise Choay denomina el “divorcio entre urbs y civitas”:
“La dinámica de las redes técnicas tiende a sustituir a la estática de los lugares construidos para condicionar mentalidades y comportamientos urbanos (…). Este sistema operativo, válido y desarrollable en cualquier lugar –tanto en las ciudades como en el campo, tanto en los pueblos como en los suburbios‐ puede ser llamado lo urbano. El advenimiento de lo urbano deshace la antigua solidaridad entre urbs y civitas. La interacción de los individuos es, de ahora en adelante, a la vez desmultiplicada y deslocalizada. La pertenencia a comunidades de intereses diversos no se funda ya ni sobre la proximidad ni sobre la densidad demográfica local. Transportes y telecomunicaciones nos implican en relaciones cada vez más numerosas y diversas, miembros de
colectividades abstractas o en las que las implantaciones espaciales no coinciden y no representan ya una estabilidad en su duración”. (*)
Ante el relato de este “divorcio” volvemos a plantearnos la necesidad de la ciudad en tanto que civitas, habida cuenta de que ya ha quedado claro el “advenimiento” de lo urbano en la ciudad deslocalizada a la que Echeverría denomina Telépolis. Y la forma más apropiada de hacerlo es
desde la confrontación entre materialidad e informacionalidad.
En primer lugar existen necesidades materiales inherentes al cuerpo humano que obligan, cuanto menos, a la construcción de lugares específicos para el almacenamiento, el intercambio y el consumo de materia. Además, la proximidad de esos lugares redunda en el beneficio material y energético de nuestro planeta y por tanto de toda la humanidad en su conjunto.
Por otro lado, la civitas es un ámbito de relación consolidado histórica y culturalmente al que no renunciamos aun cuando no es reclamado como espacio de relación –de la misma manera que no renunciamos a dar paseos por el campo aun cuando podemos contemplarlo a través de una pantalla.
Y por último, una deslocalización asociada al auge de las relaciones a distancia implicaría también una reducción de la tensión necesaria para mantener en el tiempo proyectos colectivos y progresivos.
(*) Françoise Choay, “Pour une anthropologie de l´espace”. Editions du Senil. 2006.
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